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lunes, 22 de febrero de 2016

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TEXTOS IMPRESCINDIBLES 1: El primer manifiesto surrealista 1ª parte.


En esta sección nos proponemos acercar alguno de los textos basicos de la pintura mundial, en esta primera entrada nos ocupa el Primer manifiesto surrealista escrito por andre bretón y que dio origen al movimiento surrealista. al ser algo largo. lo publicaremos en 2 entradas. ahi va la primera.



PRIMER MANIFIESTO SURREALISTA
Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer. El hombre, soñador sin remedio, al sentirse de día en día más descontento de su sino, examina con dolor los objetos que le han enseñado a utilizar, y que ha obtenido al través de su indiferencia o de su interés, casi siempre a través de su interés, ya que ha consentido someterse al trabajo o, por lo menos no se ha negado a aprovechar las oportunidades... ¡Lo que él llama oportunidades! Cuando llega a este momento, el hombre es profundamente modesto: sabe cómo son las mujeres que ha poseído, sabe cómo fueron las risibles aventuras que emprendió, la riqueza y la pobreza nada le importan, y en este aspecto el hombre vuelve a ser como un niño recién nacido; y en cuanto se refiere a la aprobación de su conciencia moral, reconozco que el hombre puede prescindir de ella sin grandes dificultades.
Si le queda un poco de lucidez, no tiene más remedio que dirigir la vista hacia atrás, hacia su infancia que siempre le parecerá maravillosa, por mucho que los cuidados de sus educadores la hayan destrozado. En la infancia la ausencia de toda norma conocida ofrece al hombre la perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo; el hombre hace suya esta ilusión; sólo le interesa la facilidad momentánea, extremada, que todas las cosas ofrecen. Todas las mañanas los niños inician su camino sin inquietudes. Todo está al alcance de la mano, las peores circunstancias materiales parecen excelentes. Luzca el sol o esté negro el cielo, siempre seguiremos adelante, jamás dormiremos.

Pero no se llega muy lejos a lo largo de este camino; y no se trata solamente de una cuestión de distancia. Las amenazas se acumulan, se cede, se renuncia a una parte del terreno que se debía conquistar. Aquella imaginación que no reconocía límite alguno ya no puede ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un utilitarismo convencional; la imaginación no puede cumplir mucho tiempo esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente la edad de veinte años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a su destino de tinieblas.

Pero si más tarde el hombre, fuese por lo que fuere, intenta enmendarse al sentir que poco a poco van desapareciendo todas las razones para vivir, al ver que se ha convertido en un ser incapaz de estar a la altura de una situación excepcional, como la del amor, difícilmente logrará su propósito. Y ello es así por cuanto el hombre se ha entregado, en cuerpo y alma al imperio de unas necesidades prácticas que no toleran el olvido.
Todos los actos del hombre carecerán de altura, todas sus ideas, de profundidad. De todo cuanto le ocurra o cuanto pueda llegar a ocurrirle, el hombre solamente verá aquel aspecto del conocimiento que lo liga a una multitud de acontecimientos parecidos, acontecimientos en los que no ha tomado parte, acontecimientos que se ha perdido. Más aún, el hombre juzgará cuanto le ocurra o pueda ocurrirle poniéndolo en relación con uno de aquellos acontecimientos últimos, cuyas consecuencias sean más tranquilizadoras que las de los demás. Bajo ningún pretexto sabrá percibir su salvación.

Amada imaginación, lo que más amo en vos es que jamás perdonás.

Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano. Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración legítima. Pese a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer que se nos ha legado una libertad espiritual suma. A nosotros corresponde utilizarla sabiamente. Reducir la imaginación a la esclavitud, cuando a pesar de todo quedará esclavizada en virtud de aquello que con grosero criterio se denomina felicidad, es despojar a cuanto uno encuentra en lo más hondo de sí mismo del derecho a la suprema justicia. Tan sólo la imaginación me permite llegar a saber lo que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible condena; y esto basta también para que me abandone a ella, sin miedo al engaño (como si pudiéramos engañarnos todavía más). ¿En qué punto comienza la imaginación a ser perniciosa y en qué punto deja de existir la seguridad del espíritu? ¿Para el espíritu, acaso la posibilidad de errar no es sino una contingencia del bien?

Queda la locura, la locura que solemos recluir, como muy bien se ha dicho.
Esta locura o la otra... Todos sabemos que los locos son internados en méritos de un reducido número de actos reprobables, y que, en la ausencia de estos actos, su libertad (y la parte visible de su libertad) no sería puesta en tela de juicio. Estoy plenamente dispuesto a reconocer que los locos son, en cierta medida, víctimas de su imaginación, en el sentido que ésta le induce quebrantar ciertas reglas, reglas cuya trasgresión define la calidad de loco, lo cual todo ser humano ha de procurar saber por su propio bien. Sin embargo, la profunda indiferencia de los locos dan muestra con respecto a la crítica de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las diversas correcciones que les infligimos, permite suponer que su imaginación les proporciona grandes consuelos, que gozan de su delirio lo suficiente para soportar que tan sólo tenga validez para ellos. Y, en realidad, las alucinaciones, las visiones, etcétera, no son una fuente de placer despreciable. La sensualidad más culta goza con ella, y me consta que muchas noches acariciaría con gusto aquella linda mano que, en las últimas páginas de L’Intelligence, de Taine, se entrega a tan curiosas fechorías. Me pasaría la vida entera dedicado a provocar las confidencias de los locos. Son como la gente de escrupulosa honradez, cuya inocencia tan sólo se pude comparar a la mía. Para poder descubrir América, Colón tuvo que iniciar el viaje en compañía de locos. Y ahora podéis ver que aquella locura dio frutos reales y duraderos.

No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación.

Después de haber instruido proceso a la actitud materialista, es imperativo instruir proceso a la actitud realista. Aquélla, más poética que ésta, desde luego, presupone en el hombre un orgullo monstruoso, pero no comporta una nueva y más completa frustración. Es conveniente ver ante todo en dicha escuela bienhechora reacción contra ciertas risibles tendencias del espiritualismo. Y, por fin, la actitud materialista no es incompatible con cierta elevación intelectual.

Contrariamente, la actitud realista, inspirada en el positivismo, desde Santo Tomás a Anatole France, me parece hostil a todo género de elevación intelectual y moral. Le tengo horror por considerarla resultado de la mediocridad, del odio, y de vacíos sentimientos de suficiencia. Esta actitud es la que ha engendrado en nuestros días esos libros ridículos y esas obras teatrales insultantes. Se alimenta incesantemente de las noticias periodísticas, y traiciona a la ciencia y al arte, al buscar halagar al público en sus gustos más rastreros; su claridad roza la estulticia, y está a altura perruna. Esta actitud llega a perjudicar la actividad de las mejores inteligencias, ya que la ley del mínimo esfuerzo termina por imponerse a éstas, al igual que a las demás. Una consecuencia agradable de dicho estado de cosas estriba, en el terreno de la literatura, en la abundancia de novelas. Todos ponen a contribución sus pequeñas dotes de «observación». A fin de proceder a aislar los elementos esenciales, M. Paul Valéry propuso recientemente la formación de una antología en la que se reuniera el mayor número posible de novelas primerizas cuya insensatez esperaba alcanzase altas cimas. En esta antología también figurarían obras de los autores más famosos. Esta es una idea que honra a Paul Valéry, quien no hace mucho me aseguraba, en ocasión de hablarme del género novelístico que siempre se negaría a escribir la siguiente frase: la marquesa salió a las cinco. Pero, ¿ha cumplido la palabra dada?

Si reconocemos que el estilo pura y simplemente informativo, del que la frase antes citada constituye un ejemplo, es casi exclusivo patrimonio de la novela, será preciso reconocer también que sus autores no son excesivamente ambiciosos. El carácter circunstanciado, inútilmente particularista de cada una de sus observaciones me induce a sospechar que tan sólo pretenden divertirse a mis expensas. No me permiten tener siquiera la menor duda acerca de los personajes: ¿será este personaje rubio o moreno? ¿Cómo se llamará? ¿Lo conoceremos en verano...? Todas estas interrogantes quedan resueltas de una vez para siempre, a la buena de Dios; no me queda más libertad que la de cerrar el libro, de lo cual no suelo privarme tan pronto llego a la primera página de la obra, más o menos. ¡Y las descripciones! En cuanto a vaciedad, nada hay que se les pueda comparar; no son más que superposiciones de imágenes de catálogo, de las que el autor se sirve sin limitación alguna, y aprovecha la ocasión para poner bajo mi vista sus tarjetas postales, buscando que juntamente con él fije mi atención en los lugares comunes que me ofrece: la pequeña estancia a la que hicieron pasar al joven tenía las paredes cubiertas de papel amarillo; en las ventanas había geranios y estaban cubiertas con cortinillas de muselina, el sol poniente lo iluminaba todo con su luz cruda. En la habitación no había nada digno de ser destacado.
Los muebles de madera blanca eran muy viejos. Un diván de alto respaldo inclinado, ante el diván una mesa de tablero ovalado, un lavabo y un espejo adosados a un entrepaño, unas cuantas sillas arrimadas a las paredes, dos o tres grabados sin valor que representaban a unas señoritas alemanas con pájaros en las manos... A eso se reducía el mobiliario.(1)

No estoy dispuesto a admitir que la inteligencia se ocupe, siquiera de paso, de semejantes temas. Habrá quien diga que esta parvularia descripción está en el lugar que le corresponde, y que en este punto de la obra el autor tenía sus razones para atormentarme. Pero no por eso dejó de perder el tiempo, porque yo en ningún momento he penetrado en tal estancia. La pereza, la fatiga de los demás no me atraen. Creo que la continuidad de la vida ofrece altibajos demasiado contrastados para que mis minutos de depresión y de debilidad tengan el mismo valor que mis mejores minutos. Quiero que la gente se calle tan pronto deje de sentir. Y quede bien claro que no ataco la falta de originalidad por la falta de originalidad. Me he limitado a decir que no dejo constancia de los momentos nulos de mi vida, y que me parece indigno que haya hombres que expresen los momentos que a su juicio son nulos. Permitidme que me salte la descripción arriba reproducida, así como muchas otras.

Y ahora llegamos a la psicología, tema sobre el que no tendré el menor empacho en bromear un poco.

El autor toma un personaje, y, tras haberlo descrito, hace peregrinar a su héroe a lo largo y ancho del mundo. Pase lo que pase, dicho héroe, cuyas acciones y reacciones han sido admirablemente previstas, no debe comportarse de un modo que discrepe, pese a revestir apariencias de discrepancia, de los cálculos de que ha sido objeto. Aunque el oleaje de la vida cause la impresión de elevar al personaje, de revolcarlo, de hundirlo, el personaje siempre será aquel tipo humano previamente formado.
Se trata de una simple partida de ajedrez que no despierta mi interés, porque el hombre, sea quien sea, me resulta un adversario de escaso valor.
Lo que no puedo soportar son esas lamentables disquisiciones referentes a tal o cual jugada, cuando ello no comporta ganar ni perder. Y si el viaje no merece las alforjas, si la razón objetiva deja en el más terrible abandono -y esto es lo que ocurre- a quien la llama en su ayuda, ¿no será mejor prescindir de tales disquisiciones? «La diversidad es tan amplia que en ella caben todos los tonos de voz, todos los modos de andar, de toser, de sonarse, de estornudar...»(2) Si un racimo de uvas no contiene dos granos semejantes, ¿a santo de qué describir un grano en representación de otro, un grano en representación de todos, un grano que, en virtud de mi arte, resulte comestible? La insoportable manía de equiparar lo desconocido a lo conocido, a lo clasificable, domina los cerebros. El deseo de análisis impera sobre los sentimientos(3). De ahí nacen largas exposiciones cuya fuerza persuasiva radica tan sólo en su propio absurdo, y que tan sólo logran imponerse al lector, mediante el recurso a un vocabulario abstracto, bastante vago, ciertamente. Si con ello resultara que las ideas generales que la filosofía se ha ocupado de estudiar, hasta el presente momento, penetrasen definitivamente en un ámbito más amplio, yo sería el primero en alegrarme. Pero no es así, y todo queda reducido a un simple discreteo; por el momento, los rasgos de ingenio y otras galanas habilidades, en vez de dedicarse a juegos inocuos consigo mismas, ocultan a nuestra visión, en la mayoría de los casos, el verdadero pensamiento que, a su vez, se busca a sí mismo. Creo que todo acto lleva en sí su propia justificación, por lo menos en cuanto respecta a quien ha sido capaz de ejecutarlo; creo que todo acto está dotado de un poder de irradiación de luz al que cualquier glosa, por ligera que sea, siempre debilitará. El solo hecho de que un acto sea glosado determina que, en cierto modo, este acto deje de producirse. El adorno del comentario ningún beneficio produce al acto. Los personajes de Stendhal quedan aplastados por las apreciaciones del autor, apreciaciones más o menos acertadas pero que en nada contribuyen a la mayor gloria de los personajes, a quienes verdaderamente descubrimos en el instante en que escapan del poder de Stendhal.

Todavía vivimos bajo el imperio de la lógica, y precisamente a eso quería llegar. Sin embargo, en nuestros días, los procedimientos lógicos tan sólo se aplican a la resolución de problemas de interés secundario. La parte de racionalismo absoluto que todavía solamente puede aplicarse a hechos estrechamente ligados a nuestra experiencia. Contrariamente, las finalidades de orden puramente lógico quedan fuera de su alcance. Sobra decir que la propia experiencia se ha visto sometida a ciertas limitaciones. La experiencia está confinada en una jaula, en cuyo interior da vueltas y vueltas sobre sí misma, y de la que cada vez es más difícil hacerla salir. La lógica también, se basa en la utilidad inmediata, y queda protegida por el sentido común. So pretexto de civilización, con la excusa del progreso, se ha llegado a desterrar del reino del espíritu cuanto pueda clasificarse, con razón o sin ella, de superstición o quimera; se ha llegado a proscribir todos aquellos modos de investigación que no se conformen con los imperantes. Al parecer, tan sólo al azar se debe que recientemente se haya descubierto una parte del mundo intelectual, que, a mi juicio, es, con mucho, la más importante y que se pretendía relegar al olvido. A este respecto, debemos reconocer que los descubrimientos de Freud han sido de decisiva importancia. Con base en dichos descubrimientos, comienza al fin a perfilarse una corriente de opinión, a cuyo favor podrá el explorador avanzar y llevar sus investigaciones a más lejanos territorios, al quedar autorizado a dejar de limitarse únicamente a las realidades más someras. Quizá haya llegado el momento en que la imaginación esté próxima a volver a ejercer los derechos que le corresponden. Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar aquellas que se advierten en la superficie, o de luchar victoriosamente contra ellas, es del mayor interés captar estas fuerzas, captarlas ante todo para, a continuación, someterlas al dominio de nuestra razón, si es que resulta procedente. Con ello, incluso los propios analistas no obtendrán sino ventajas. Pero es conveniente observar que no se ha ideado a priori ningún método para llevar a cabo la anterior empresa, la cual, mientras no se demuestre lo contrario, puede ser competencia de los poetas al igual que de los sabios, y que el éxito no depende de los caminos más o menos caprichosos que se sigan.

Con toda justificación, Freud ha proyectado su labor crítica sobre los sueños, ya que, efectivamente, es inadmisible que esta importante parte de la actividad psíquica haya merecido, por el momento, tan escasa atención.
Y ello es así por cuanto el pensamiento humano, por lo menos desde el instante del nacimiento del hombre hasta el de su muerte, no ofrece solución de continuidad alguna, y la suma total de los momentos de sueño, desde un punto de vista temporal, y considerando solamente el sueño puro, el sueño de los períodos en que el hombre duerme, no es inferior a la suma de los momentos de realidad, o, mejor dicho, de los momentos de vigilia.
La extremada diferencia, en cuanto a importancia y gravedad, que para el observador ordinario existe entre los acontecimientos en estado de vigilia y aquellos correspondientes al estado de sueño, siempre ha sido sorprendente. Así es debido a que el hombre se convierte, principalmente cuando deja de dormir, en juguete de su memoria que, en el estado normal, se complace en evocar muy débilmente las circunstancias del sueño, a privar a éste de toda trascendencia actual, y a situar el único punto de referencia del sueño en el instante en que el hombre cree haberlo abandonado, unas cuantas horas antes, en el instante de aquella esperanza o de aquella preocupación anterior. El hombre, al despertar, tiene la falsa idea de emprender algo que vale la pena. Por esto, el sueño queda relegado al interior de un paréntesis, igual que la noche. Y, en general, el sueño, al igual que la noche, se considera irrelevante. Este singular estado de cosas me induce a algunas reflexiones, a mi juicio, oportunas:

1. Dentro de los límites en que se produce (o se cree que se produce), el sueño es, según todas las apariencias, continuo con trazas de tener una organización o estructura. Únicamente la memoria se irroga el derecho de imponerlas, de no tener en cuenta las transiciones y de ofrecernos antes una serie de sueños que el sueño propiamente dicho. Del mismo modo, únicamente tenemos una representación fragmentaria de las realidades, representación cuya coordinación depende de la voluntad (4). Aquí es importante señalar que nada puede justificar el proceder a una mayor dislocación de los elementos constitutivos del sueño. Lamento tener que expresarme mediante unas fórmulas que, en principio, excluyen el sueño.
¿Cuándo llegará, señores lógicos, la hora de los filósofos durmientes?
Quisiera dormir para entregarme a los durmientes, del mismo modo que me entrego a quienes me leen, con los ojos abiertos, para dejar de hacer prevalecer, en esta materia, el ritmo consciente de mi pensamiento. Acaso mi sueño de la última noche sea continuación del sueño de la precedente, y prosiga, la noche siguiente, con un rigor harto plausible. Es muy posible, como suele decirse. Y habida cuenta que no se ha demostrado en modo alguno que al ocurrir lo antes dicho la «realidad» que me ocupa subsista en el estado de sueño, que esté oscuramente presente en una zona ajena a la memoria, ¿por qué razón no he de otorgar al sueño aquello que a veces niego a la realidad, este valor de certidumbre que, en el tiempo en que se produce, no queda sujeto a mi escepticismo? ¿Por qué no espero de los indicios del sueño más lo que espero de mi grado de conciencia, de día en día más elevado? ¿No cabe acaso emplear también el sueño para resolver los problemas fundamentales de la vida? ¿Estas cuestiones son las mismas tanto en un estado como en el otro, y, en el sueño, tienen ya el carácter de tales cuestiones? ¿Conlleva el sueño menos sanciones que cuanto no sea sueño? Envejezco, y quizá sea sueño, antes que esta realidad a la que creo ser fiel, y quizá sea la indiferencia con que contemplo el sueño lo que me hace envejecer.

2. Vuelvo, una vez más, al estado de vigilia. Estoy obligado a considerarlo como un fenómeno de interferencia. Y no sólo ocurre que el espíritu da muestras, en estas condiciones, de una extraña tendencia a la desorientación (me refiero a los lapsus y malas interpretaciones de todo género, cuyas causas secretas comienzan a sernos conocidas) sino que, lo que es todavía más, parece que el espíritu, en su funcionamiento normal, se limite a obedecer sugerencias procedentes de aquella noche profunda de la que yo acabo de extraerle. Por muy bien condicionado que esté, el equilibrio del espíritu es siempre relativo. El espíritu apenas se atreve a expresarse y, caso de que lo haga, se limita a constatar que tal idea, tal mujer, le hace efecto. Es incapaz de expresar de qué clase de efecto se trata, lo cual únicamente sirve para darnos la medida de su subjetivismo. Aquella idea, aquella mujer, conturban al espíritu, le inclinan a no ser tan rígido, producen el efecto de aislarle durante un segundo del disolvente en que se encuentra sumergido, de depositarle en el cielo, de convertirle en el bello precipitado que puede llegar a ser, en el bello precipitado que es. Carente de esperanzas de hallar las causas de lo anterior, el espíritu recurre al azar, divinidad más oscura que cualquiera otra, a la que atribuye todos sus extravíos. ¿Y quién podrá demostrarme que la luz bajo la que se presenta esa idea que impresiona al espíritu, bajo la que advierte aquello que más ama en los ojos de aquella mujer, no sea precisamente el vínculo que le une al sueño, que le encadena a unos presupuestos básicos que, por su propia culpa, ha olvidado? ¿Y si no fuera así, de qué sería el espíritu capaz? Quisiera entregarle la llave que le permitiera penetrar en estos pasadizos.

3. El espíritu del hombre que sueña queda plenamente satisfecho con lo que sueña. La angustiante incógnita de la posibilidad deja de formularse.
Matá, volá más deprisa, amá cuanto querás. Y si morís, ¿acaso no tenés la certeza de despertar entre los muertos? Dejate llevar, los acontecimientos no toleran que los diferás. Carecés de nombre. Todo es de una facilidad preciosa.

Me pregunto qué razón, razón muy superior a la otra, confiere al sueño este aire de naturalidad, y me induce a acoger sin reservas una multitud de episodios cuya rareza me deja anonadado, ahora, en el momento en que escribo. Sin embargo, he de creer el testimonio de mi vista, de mis oídos; aquel día tan hermoso existió, y aquel animal habló.

La dureza del despertar del hombre, lo súbito de la ruptura del encanto, se debe a que se le ha inducido ha formarse una débil idea de lo que es la expiación.

4. En el instante en que el sueño sea objeto de un examen metódico o en que, por medios aún desconocidos, lleguemos a tener conciencia del sueño en toda su integridad (y esto implica una disciplina de la memoria que tan sólo se puede lograr en el curso de varias generaciones, en la que se comenzaría por registrar ante todo los hechos más destacados) o en que su curva se desarrolle con una regularidad y amplitud hasta el momento desconocidas, cabrá esperar que los misterios que dejen de serlo nos ofrezcan la visión de un gran Misterio. Creo en la futura armonización de estos dos estados, aparentemente tan contradictorios, que son el sueño e la realidad, en una especie de realidad absoluta, en una sobrerrealidad o surrealidad, si así se puede llamar. Esto es la conquista que pretendo, en la certeza de jamás conseguirla, pero demasiado olvidadizo de la perspectiva de la muerte para privarme de anticipar un poco los goces de tal posesión.

Se cuenta que todos los días, en el momento de disponerse a dormir, Saint-Pol-Roux hacía colocar en la puerta de su mansión de Camaret un cartel en el que se leía: EL POETA TRABAJA.

Habría mucho más que añadir sobre este tema, pero tan sólo me he propuesto tocarlo ligeramente y de pasada, ya que se trata de algo que requiere una exposición muy larga y mucho más rigurosa; más adelante volveré a ocuparme de él. En la presente ocasión, he escrito con el propósito de hacer justicia a lo maravilloso, de situar en su justo contexto este odio hacia lo maravilloso que ciertos hombres padecen, este ridículo que algunos pretenden atribuir a lo maravilloso. Digámoslo claramente: lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso, sea lo que fuere, es bello, e incluso debemos decir que solamente lo maravilloso es bello.

En el ámbito de la literatura únicamente lo maravilloso puede dar vida a las obras pertenecientes a géneros inferiores, tal como el novelístico, y, en general, todos los que se sirven de la anécdota. El monje, de Lewis, constituye una admirable demostración de lo anterior. El soplo de lo maravilloso penetra la obra entera. Mucho antes de que el autor haya liberado a sus personajes de toda servidumbre temporal, se nota que están prestos a actuar con su orgullo carente de precedentes. Aquella pasión de eternidad que les eleva incesantemente da acentos inolvidables a su tortura y a la mía. A mi entender, este libro exalta ante todo, desde el principio al fin, y de la manera más pura que jamás se haya dado, cuanto en el espíritu aspira a elevarse del suelo; y esta obra, una vez una vez despojada de su fabulación novelesca, de moda en la época en que fue escrita, constituye un ejemplo de justeza y de inocente grandeza (5). A mi juicio pocas son las obras que la superan, y el personaje de Mathilde, en especial, es la creación más conmovedora que cabe anotar en las partidas del activo de aquella moda de figuración en literatura. Mathilde no es tanto un personaje cuanto una constante tentación. Y si un personaje no es una tentación, ¿qué otra cosa puede ser? Extremada tentación la de Mathilde. El principio «nada es imposible para quien quiere arriesgarse» tiene en El monje su máxima fuerza de convicción. Las apariciones ejercen en esta obra una función lógica, por cuanto el espíritu crítico no se preocupa de desmentirlas. Del mismo modo, el castigo de Ambrosio queda tratado de manera plenamente legítima, ya que a fin de cuentas es aceptado por el espíritu crítico como un desenlace natural.

Quizá parezca injustificado que haya empleado el anterior ejemplo, al referirme a lo maravilloso, cuando las literaturas nórdicas y las orientales se han servido de él constantemente, por no hablar ya de las literaturas propiamente religiosas de todos los países. Sin embargo, si así lo he hecho, ello se debe a que los ejemplos que estas literaturas hubieran podido proporcionarme están plagados de puerilidades, ya que se dirigen a niños. En un principio, estos no pueden percibir lo maravilloso, y, después, no conservan la suficiente virginidad espiritual para que Piel de Asno les produzca demasiado placer. Por encantadores que sean los cuentos de hadas, el hombre se sentiría frustrado si tuviera que alimentarse sólo con ellos, y, por otra parte, reconozco que no todos los cuentos de hadas son adecuados para los adultos. La trama de adorables inverosimilitudes exige una mayor finura espiritual que la propia de muchos adultos, y uno ha de ser capaz de esperar todavía mayores locuras... Pero la sensibilidad jamás cambia radicalmente. El miedo, la atracción sentida hacia lo insólito, el azar, el amor al lujo, son recursos que nunca se utilizarán estérilmente. Hay muchos cuentos que escribir con destino a los mayores, cuentos que todavía son casi azules.

Lo maravilloso no siempre es igual en todas las épocas; lo maravilloso participa oscuramente de cierta clase de revelación general de la que tan sólo percibimos los detalles: estos son las ruinas románticas, el maniquí moderno, o cualquier otro símbolo susceptible de conmover la sensibilidad humana durante cierto tiempo. Sin embargo, en estos cuadros que nos hacen sonreír se refleja siempre la irremediable inquietud humana, y por esto he fijado mi atención en ellos, ya que los estimo inseparablemente unidos a ciertas producciones geniales que están más dolorosamente influenciadas por aquella inquietud que muchas otras obras. Y al decirlo, pienso en los patíbulos de Villon, en los griegos de Racine, en los divanes de Baudelaire. Coinciden con un eclipse del buen gusto que soporto muy bien, por cuanto considero que el buen gusto es una formidable lacra. En el ambiente de mal gusto propio de mi época, me esfuerzo en llegar más lejos que cualquier otro. Si hubiese vivido en 1820 yo hubiera hablado de la «ensangrentada monja», y no hubiera ahorrado aquel astuto y trivial «disimulemos» de que habla el Cuisin enamorado de la parodia, y yo hubiese utilizado las gigantescas metáforas en todas las fases, tal como Cuisin dice, del curso del «disco, plateado». En los presentes días pienso en un castillo, la mitad del cual no ha de encontrarse forzosamente en ruinas; este castillo es mío, y lo veo situado en un lugar agreste, no muy lejos de París. Las dependencias de este castillo son infinitas, y su interior ha sido terriblemente restaurado, de modo que no deja nada que desear en cuanto se refiere a comodidades. Ante la puerta que las sombras de los árboles ocultan, hay automóviles que esperan. Algunos de mis amigos viven en él: ahí va Louis Aragón, que abandona el castillo y apenas tiene tiempo para decirles adiós; Philippe Soupault se levanta con las estrellas, y Paul Eluard, nuestro gran Eluard, todavía no ha regresado. Ahí están Robert Desnos y Roger Vitrac, que descifran en el parque un viejo edicto sobre los duelos; y Georges Auric y Jean Paulhan; Max Morise, quien tan bien rema, y Benjamin Péret, con sus ecuaciones de pájaros; y Joseph Delteil; y Jean Carrive; y Georges Limbour, y Georges Limbour (hay un bosque de Georges Limbour); y Marcel Noll; he ahí a T. Fraenkel, quien nos saludó desde un globo cautivo, Georges Malkine, Antonin Artaud, Francis Gérard, Pierre Naville, J.-A. Boiffard, después Jacques Baron y su hermano, apuestos y cordiales, y tantos otros, y mujeres de arrebatadora belleza, de verdad. A esa gente joven nada se le puede negar, y, en cuanto concierne a la riqueza, sus deseos son órdenes. Francis Picabia nos visita, y, la semana pasada, hemos dado una recepción a un tal Marcel Duchamp, a quien todavía no conocíamos. Picasso caza por los alrededores.
El espíritu de la desmoralización ha fijado su domicilio en el castillo, y a él recurrimos todas las veces que tenemos que entrar en relación con nuestros semejantes, pero las puertas están siempre abiertas, y no comenzamos nuestras relaciones dando las gracias al prójimo, ¿saben ustedes? Por lo demás, grande es la soledad, y no nos reunimos con frecuencia, porque, ¿acaso lo esencial no es que seamos dueños de nosotros mismos, y, también, señores de las mujeres y del amor?

Se me acusará de incurrir en mentiras poéticas; todos dirán que vivo en la calle Fontaine, y que jamás gozarán de tanta belleza. ¡Maldita sea! ¿Es absolutamente seguro que este castillo del que acabo de hacer los honores se reduce simplemente a una imagen? Pero, si a pesar de todo tal castillo existiera... Ahí están más invitados para dar fe; su capricho es el camino luminoso que a él conduce. En verdad, vivimos en nuestra fantasía, cuando estamos en ella. ¿Y cómo es posible que cada cual pueda molestar al otro, allí, protegidos por el afán sentimental, al encuentro de las ocasiones?

El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible. Y esto se lo enseña la poesía. La lleva en sí la perfecta compensación de las miserias que padecemos. Y también puede actuar como ordenadora, por poco que uno se preocupe, bajo los efectos de una decepción menos íntima, de tomársela a lo trágico. ¡Se acercan los tiempos en que la poesía decretará la muerte del dinero, y ella sola romperá en pan del cielo para la tierra! Habrá aún asambleas en las plazas públicas, y movimientos en los que uno habría pensado en tomar parte.
¡Adiós absurdas selecciones, sueños de vorágine, rivalidades, largas esperas, fuga de las estaciones, artificial orden de las ideas, pendiente del peligro, tiempo omnipresente! Preocupémonos tan sólo de practicar la poesía. ¿Acaso no somos nosotros, los que ya vivimos de la poesía, quienes debemos hacer prevalecer aquello que consideramos nuestra más vasta argumentación?

Poco importa que se dé cierta desproporción entre la anterior defensa y la ilustración que viene a continuación. Antes, hemos intentado remontarnos a las fuentes de la imaginación poética, y, lo que es más difícil todavía,  quedarnos en ellas. Y conste que no pretendo haberlo logrado. Es preciso aceptar una gran responsabilidad, si uno pretende establecerse en aquellas lejanas regiones en las que, desde un principio, todo parece desarrollarse de tan mala manera, y más todavía si uno pretende llevar al prójimo a ellas. De todos modos, el caso es que uno nunca está seguro de hallarse verdaderamente en ellas. Uno siempre está tan propicio a aburrirse como a irse a otro lugar y quedarse en él. Siempre hay una flecha que indica la dirección en que hay que avanzar para llegar a estos países, y alcanzar la verdadera meta no depende más que del buen ánimo del viajero.

Ya sabemos, poco más o menos, el camino seguido. Tiempo atrás me tomé el trabajo de contar, en el curso de un estudio sobre el caso de Robert Desnos, titulado «Entrada de los médiums» (6), que me había sentido inducido a «fijar mi atención en frases más o menos parciales que, en plena soledad, cuando el sueño se acerca, devienen perceptibles al espíritu, sin que sea posible descubrir su previo factor determinante».
Entonces, intenté correr la aventura de la poesía, reduciendo los riesgos al mínimo, con lo cual quiero decir que mis aspiraciones eran las mismas que tengo hoy, pero entonces confiaba en la lentitud de la elaboración, a fin de hurtarme a inútiles contactos, a contactos a los que yo era muy hostil. Esto se debía a cierto pudor intelectual, del que todavía me queda un poco. Al término de mi vida, difícil será, sin duda, que hable como se suele hablar, que excuse el tono de mi voz y el reducido número de mis gestos. La perfección en la palabra hablada (y en la palabra escrita mucho más) me parecía estar en función de la capacidad de condensar de manera emocionante la exposición (y exposición había) de un corto número de hechos, poéticos o no, que constituían la materia en que centraba mi atención. Había llegado a la convicción de que éste, y no otro, era el procedimiento empleado por Rimbaud. Con una preocupación por la variedad, digna de mejor causa, compuse los últimos poemas de Monte de Piedad, con lo que quiero decir que de las líneas en blanco de este libro llegué a sacar un partido increíble.

Estas líneas equivalían a mantener los ojos cerrados ante unas operaciones del pensamiento que me consideraba obligado a ocultar al lector. Eso no significaba que yo hiciera trampa, sino solamente que obraba impulsado por el deseo de superar obstáculos bruscamente. Conseguía hacerme la ilusión de gozar de una posible complicidad, de la que de día en día me era más difícil prescindir. Me entregué a prestar una inmoderada atención a las palabras, en cuanto se refería al espacio que admitían a su alrededor, a  sus tangenciales contactos con otras palabras prohibidas que no escribía.
El poema «Bosque negro», deriva precisamente de este estado de espíritu. Empleé seis meses en escribirlo, y les aseguro que no descansé ni un día.
Pero de este poema dependía la propia estimación en que me tenía, en aquel entonces, y creo que todos comprenderán mi actitud, aun cuando no la consideren suficientemente motivada. Me gusta hacer estas confesiones estúpidas. En aquellos tiempos, se intentaba implantar la seudopoesía cubista, pero había nacido inerme del cerebro de Picasso, y en cuanto a mí hace referencia debo decir que era considerado como un ser más pesado que una lápida (y todavía se me considera así). Por otra parte, no estaba seguro de seguir el buen camino, en lo referente a poesía, pero procuraba protegerme como mejor podía, enfrentándome con el lirismo, contra el que esgrimía todo género de definiciones y fórmulas (no tardarían mucho en producirse los fenómenos Dada), y pretendiendo hallar una aplicación de la poesía a la publicidad (aseguraba que todo terminaría, no con la culminación de un hermoso libro, sino con la de una bella frase de reclamo en pro del infierno o del cielo).

En esta época, un hombre que, por lo menos era tan pesado como yo, es decir, Pierre Reverdy, escribió:

La imagen es una creación pura del espíritu.

La imagen no puede nacer de una comparación, sino del acercamiento de dos realidades más o menos lejanas.

Cuanto más lejanas y justas sean las concomitancias de las dos realidades objeto de aproximación, más fuerte será la imagen, más fuerza emotiva y más realidad poética tendrá... (7)

Estas palabras, un tanto sibilinas para los profanos, tenían gran fuerza reveladora, y yo las medité durante mucho tiempo. Pero la imagen se me escapaba. La estética de Reverdy, estética totalmente a posteriori me inducía a confundir las causas con los efectos. En el curso de mis meditaciones, renuncié definitivamente a mi anterior punto de vista.

El caso es que una noche, antes de caer dormido, percibí, netamente articulada hasta el punto de que resultaba imposible cambiar ni una sola palabra, pero ajena al sonido de la voz, de cualquier voz, una frase harto rara que llegaba hasta mí sin llevar en sí el menor rastro de aquellos acontecimientos de que, según las revelaciones de la conciencia, en aquel entonces me ocupaba, y la frase me pareció muy insistente, era una frase que casi me atrevería a decir estaba pegada al cristal. Grabé rápidamente la frase en mi conciencia y, cuando me disponía a pasar a, otro asunto, el carácter orgánico de la frase retuvo mi atención. Verdaderamente, la frase me había dejado atónito; desgraciadamente no la he conservado en la memoria, era algo así como «Hay un hombre a quien la ventana ha partido por la mitad», pero no había manera de interpretarla erróneamente, ya que iba acompañada de una débil representación visual (8) de un hombre que caminaba, partido, por la mitad del cuerpo aproximadamente, por una ventana perpendicular al eje de aquél. Sin duda se trataba de la consecuencia del simple acto de enderezar en el espacio la imagen de un hombre asomado a la ventana. Pero debido a que la ventana había acompañado al desplazamiento del hombre, comprendí que me hallaba ante una imagen de un tipo muy raro, y tuve rápidamente la idea de incorporarla al acervo de mi material de construcciones poéticas. No hubiera concedido tal importancia a esta frase si no hubiera dado lugar a una sucesión casi ininterrumpida de frases que me dejaron poco menos sorprendido que la primera, y que me produjeron un sentimiento de gratitud (gratuidad) tan grande que el dominio que, hasta aquel instante, había conseguido sobre mí mismo me pareció ilusorio, y comencé a preocuparme únicamente en poner fin a la interminable lucha que se desarrollaba en mi interior (9).

En aquel entonces, todavía estaba muy interesado en Freud, y conocía sus métodos de examen que había tenido ocasión de practicar con enfermos durante la guerra, por lo que decidí obtener de mí mismo lo que se procura obtener de aquellos, es decir, un monólogo lo más rápido posible, sobre el que el espíritu crítico del paciente no formule juicio alguno, que, en consecuencia, quede libre de toda reticencia, y que sea, en lo posible, equivalente a pensar en voz alta. Me pareció entonces, y sigue pareciéndome ahora -la manera en que me llegó la frase del hombre cortado en dos lo demuestra-, que la velocidad del pensamiento no es superior a la de la palabra, y que no siempre gana a la de la palabra, ni siquiera a la de la pluma en movimiento. Basándonos en esta premisa, Philippe Soupault, a quien había comunicado las primeras conclusiones a que había llegado, y yo nos dedicamos a emborronar papel, con loable desprecio hacia los resultados literarios que de tal actividad pudieran surgir. La facilidad en la realización material de la tarea hizo todo lo demás. Al término del primer día de trabajo, pudimos leernos recíprocamente unas cincuenta páginas escritas del modo antes dicho, y comenzamos a comparar los resultados. En conjunto, lo escrito por Soupault y por mí tenía grandes analogías, se advertían los mismos vicios de construcción y errores de la misma naturaleza, pero, por otra parte, también había en aquellas páginas la ilusión de una fecundidad extraordinaria, mucha emoción, un considerable conjunto de imágenes de una calidad que no hubiésemos sido capaces de conseguir, ni siquiera una sola, escribiendo lentamente, unos rasgos de pintoresquismo especialísimo y, aquí y allá, alguna frase de gran comicidad. Las únicas diferencias que se advertían en nuestros textos me parecieron derivar esencialmente de nuestros respectivos temperamentos, el de Soupault: menos estático que el mío, y, si se me permite una ligera crítica, también derivaban de que Soupault cometió el error de colocar en lo alto de algunas páginas, sin duda con ánimo de inducir a error, ciertas palabras, a modo de título. Por otra parte, y a fin de hacer plena justicia a Soupault, debo decir que se negó siempre, con todas sus fuerzas, a efectuar la menor modificación, la menor corrección, en los párrafos que me parecieron mal pergeñados. Y en este punto llevaba razón (10). Ello es así por cuanto resulta muy difícil apreciar en su justo valor los diversos elementos presentes, e incluso podemos decir que es imposible apreciarlos en la primera lectura. En apariencia, estos elementos son, para el sujeto que escribe, tan extraños como para cualquier otra persona, y el que los escribe recela de ellos, como es natural. Poéticamente hablando, tales elementos destacan ante todo por su alto grado de absurdo inmediato, y este absurdo, una vez examinado con mayor detención, tiene la característica de conducir a cuanto hay de admisible y legítimo en nuestro mundo, a la divulgación de cierto número de propiedades y de hechos que, en resumen, no son menos objetivos que otros muchos.

En homenaje a Guillermo Apollinaire, quien había muerto hacía poco, y quien en muchos casos nos parecía haber obedecido a impulsos del género antes dicho, sin abandonar por ello ciertos mediocres recursos literarios, Soupault y yo dimos el nombre de SURREALISMO al nuevo modo de expresión que teníamos a nuestro alcance y que deseábamos comunicar lo antes posible, para su propio beneficio, a todos nuestros amigos. Creo que en nuestros días no es preciso someter a nuevo examen esta denominación, y que la acepción en que la empleamos ha prevalecido, por lo general, sobre la acepción de Apollinaire. Con mayor justicia todavía, hubiéramos podido apropiarnos del término SUPERNATURALISMO, empleado por Gérard de Nerval en la dedicatoria de Muchachas de fuego (11). Efectivamente, parece que Nerval conoció a maravilla el espíritu de nuestra doctrina, en tanto que Apollinaire conocía tan sólo la letra, todavía imperfecta, del surrealismo, y fue incapaz de dar de él una explicación teórica duradera.
He aquí unas frases de Nerval que me parecen muy significativas a este respecto:

Voy a explicarle, mi querido Dumas, el fenómeno del que usted ha hablado con mayor altura. Como muy bien sabe, hay ciertos narradores que no pueden inventar sin identificarse con los personajes por ellos creados. Sabe muy bien con cuánta convicción nuestro viejo amigo Nodier contaba cómo había padecido la desdicha de ser guillotinado durante la Revolución; uno quedaba tan convencido que incluso se preguntaba cómo se las había arreglado Nodier para volver a pegarse la cabeza al cuerpo.

Y como sea que tuvo usted la imprudencia de citar uno de esos sonetos compuestos en aquel estado de ensueño SUPERNATURALISTA, cual dirían los alemanes, es preciso que los conozca todos. Los encontrará al final del volumen. No son mucho más oscuros que la metafísica de Hegel o los «Mémorables» de Swedenborg, y perderían su encanto si fuesen explicados, caso de que ello fuera posible, por lo que le ruego me conceda al menos el mérito de la expresión... (12).

Indica muy mala fe discutirnos el derecho a emplear la palabra SURREALISMO, en el sentido particular que nosotros le damos, ya que nadie puede dudar que esta palabra no tuvo fortuna, antes de que nosotros nos sirviéramos de ella. Voy a definirla, de una vez para siempre:

SURREALISMO: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.

ENCICLOPEDIA, Filosofía: el surrealismo se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación desdeñadas hasta la aparición del mismo, y en el libre ejercicio del pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los restantes mecanismos psíquicos, y a sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida. Han hecho profesión de fe de SURREALISMO ABSOLUTO, los siguientes señores: Aragon, Baron, Boiffard, Breton, Carrive, Crevel, Delteil, Desnos, Eluard, Gérard, Limbour, Malkine, Morise, Naville, Noll, Péret, Picon, Soupault, Vitrac.

Por el momento parece que los antes nombrados forman la lista completa de los surrealistas, y pocas dudas caben al respecto, salvo en el caso de Isidore Ducasse, de quien carezco de datos. Cierto es que si únicamente nos fijamos en los resultados, buen número de poetas podrían pasar por surrealistas, comenzando por el Dante y, también en sus mejores momentos, el propio Shakespeare. En el curso de las diferentes tentativas de definición, por mí efectuadas, de aquello que se denomina, con abuso de confianza, el genio, nada he encontrado que pueda atribuirse a un proceso, que no sea el anteriormente definido.

Las Noches de Young son surrealistas de cabo a rabo; desgraciadamente no se trata más que de un sacerdote que habla, de un mal sacerdote, sin duda, pero sacerdote al fin.

Swift es surrealista en la maldad.
Sade es surrealista en el sadismo.
Chateaubriand es surrealista en el exotismo.
Constant es surrealista en política.
Hugo es surrealista cuando no es tonto.
Desbordes-Valmore es surrealista en el amor.
Bertrand es surrealista en el pasado.
Rabbe es surrealista en la muerte.
Poe es surrealista en la aventura.
Baudelaire es surrealista en la moral.
Rimbaud es surrealista en la vida práctica y en todo.
Mallarmé es surrealista en la confidencia.
Jarry es surrealista en la absenta.
Nouveau es surrealista en el beso.
Saínt-Pol-Roux es surrealista en los símbolos.
 Fargue es surrealista en la atmósfera.
Vaché es surrealista en mí.
Reverdy es surrealista en sí.
Saint-John Perse es surrealista a distancia.
Roussel es surrealista en la anécdota.
Etcétera.

Insisto en que no todos son siempre surrealistas, por cuanto advierto en cada uno de ellos cierto número de ideas preconcebidas a las que, muy ingenuamente, permanecen fieles. Mantenían esta fidelidad debido a que no habían escuchado la voz surrealista, esa voz que sigue predicando en vísperas de la muerte, por encima de las tormentas, y no la escucharon porque no querían servir únicamente para orquestar la maravillosa partitura. Fueron instrumentos demasiado orgullosos, y por eso jamás produjeron ni un sonido armonioso (13).

Pero nosotros, que no nos hemos entregado jamás a la tarea de mediatización, nosotros que en nuestras obras nos hemos convertido en los sordos receptáculos de tantos ecos, en los modestos aparatos registradores que no quedan hipnotizados por aquello que registran, nosotros quizá estemos al servido de una causa todavía más noble. Nosotros devolvemos con honradez el «talento» que nos ha sido prestado. Si se atreven, háblenme del talento de aquel metro de platino, de aquel espejo, de aquella puerta, o del cielo. Nosotros no tenemos talento.

Pregúntenle a Philippe Soupault:

“Las manufacturas anatómicas y las habitaciones baratas destruirán las más altas ciudades.”

A Roger Vitrac:

“Apenas hube invocado al mármol-almirante, éste dio media vuelta sobre sí mismo como un caballo que se encabrita ante la Estrella Polar, y me indicó en el plano de su bicornio una región en la que debía pasar el resto de mis días.”

A Paul Eluard:

“Es una historia muy conocida esa que cuento, es poema muy célebre ese que releo: estoy apoyado en un muro, verdeantes las orejas, y calcinados los labios.”

A Max Morise:

“El oso de las cavernas y su compañero el alcaraván, la veleta y su valet el viento, el gran Canciller con sus cancelas, el espantapájaros y su cerco de pájaros, la balanza y su hija el fiel, ese carnicero y su hermano el carnaval, el barrendero y su monóculo, el Mississipi y su perrito, el coral y su cántaro de leche, el milagro y su buen Dios, ya no tienen más remedio que desaparecer de la faz del mar.”

A Joseph Delteil:

“¡Sí! Creo en la virtud de los pájaros. Y basta una pluma para hacerme morir de risa.”

A Louis Aragon:

“Durante una interrupción del partido, mientras los jugadores se reunían alrededor de una jarra de llameante ponche, pregunté al árbol si aún conservaba su cinta roja.”

Y yo mismo, que no he podido evitar el escribir las líneas locas y serpenteantes de este prefacio.

Preguntad a Robert Desnos, quien quizá sea el que, en nuestro grupo, está más cerca de la verdad surrealista, quien, en sus obras todavía inéditas (14) y en el curso de las múltiples experiencias a que se ha sometido, ha justificado plenamente las esperanzas que puse en el surrealismo, y me ha inducido a esperar aún más de él. En la actualidad, Desnos habla en surrealista cuando le da la gana. La prodigiosa agilidad con que sigue oralmente su pensamiento nos admira tanto cuanto nos complacen sus espléndidos discursos, discursos que se pierden porque Desnos, en vez de fijarlos, prefiere hacer otras cosas más importantes. Desnos lee en sí mismo como en un libro abierto, y no se preocupa de retener las hojas que el viento de su vida se lleva.



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